CAPITULO III - ENTIDADES SOCIOCULTURALES

Recorte del objeto

La ciencia, como sistema de conocimiento, emergió y comenzó a consolidarse entre los siglos XV y XVI. En ese momento aparece un grupo de ciencias, las Fisicomatemáticas, dentro de las cuales se incluye una de gran importancia en el conjunto, la Astronomía. Esta fue precisamente la primera en constituirse, cuando Copérnico postuló, sobre la base de una serie de discrepancias entre los datos disponibles y el conjunto de ideas predominantes en aquella época, que la Tierra no era el centro del universo. Esto, que dicho hoy parece una obviedad, en el siglo XV era una herejía.

La Tierra, en la concepción de aquella época, era el centro del universo, alrededor del cual giraban todos los astros: nadie ponía en duda este conjunto de ideas, al que actualmente se conoce como modelo geocéntrico o ptolomeico -por Ptolomeo, el astrónomo griego al cual se atribuye la formalización del modelo-. Copérnico y algunos otros astrónomos de la época encuentran que sus datos observacionales no coincidían con este modelo y que, para explicar esos datos, había que construir un modelo nuevo: el contraste entre el modelo geocéntrico y los datos observacionales mostraba que el modelo era inconsistente. Entonces Copérnico postula que el sol está en el centro y los planetas, incluida la Tierra, giran alrededor de él. A esto se lo llama actualmente la revolución copernicana. La palabra revolución está muy bien puesta en esta expresión, porque no solamente se trataba de un cambio en un modelo teórico especializado, sino que este cambio de modelo implicó un cambio rotundo en la idea que tenían de sí mismos los integrantes de nuestra civilización. Ya no estábamos en el centro del universo, sino que pasábamos a ser los habitantes de un componente periférico del Universo. En el modelo astronómico contemporáneo, el Sol es una estrella bastante marginal dentro de la galaxia de la cual formamos parte.

Un poco después, durante los siglos XVI y XVII, se consolida otra ciencia, la Física, con dos figuras muy importantes que fueron Galileo y Newton. Entre ambos se organiza lo que después va a ser considerado como el cuerpo básico de los instrumentos y concepciones metodológicas de la ciencia moderna. Entre estas concepciones metodológicas hay dos centrales: (a) el método experimental, (b) el uso de herramientas matemáticas. El método experimental plantea que, dada una teoría, es posible someter sus hipótesis derivadas a un proceso controlado de contrastación. Una contrastación controlada es aquélla donde limitamos la cantidad de variables, de componentes a considerar, y las aislamos de otras variables.

La segunda concepción establecida en aquella época, que hoy es uno de los núcleos sobre los que gira la discusión metodológica en ciencias sociales, reside en la idea ‑planteada por Galileo‑, de que la realidad está estructurada en forma matemática. Galileo decía que "la naturaleza está escrita en caracteres matemáticos" y que para comprenderla es necesario formalizarla en explicaciones matemáticas. Como en el desarrollo posterior que se produce en la tradición científica de nuestra civilización, las ciencias físicas van a ser consideradas el paradigma básico de conformación del conjunto de la ciencia, hacer una buena ciencia va a ser, para mucha gente, tratar de encontrar las estructuras matemáticas de la realidad. Entonces, para hacer ciencias sociales según esta posición, necesitamos datos cuantificables y cuantificados, así como teorías y modelos formales expresados numéricamente.

Estas cuestiones son de gran importancia, ya que sin comprender en cierto detalle cómo se ha ido constituyendo la ciencia en un gran cuerpo, en un gran esquema de conocimiento, es imposible aproximarse a los problemas contemporáneos de la antropología sociocultural, incluyendo el de su papel en las sociedades y culturas actuales. Hoy existe una poderosa discusión, no solamente en ciencias sociales, sino en las ciencias llamadas "duras", las fisicomatemáticas y las biológicas, que enfrenta a aquéllos que sostienen una posición metodológica más cuantitativista, es decir ligada a las cantidades, a los números, a la estadística, con aquéllos que sostienen una posición más cualitativista, es decir, ligada a la descripción de cualidades, de estructuras y procesos no descriptibles, al menos exclusivamente, en términos numéricos. Esta discusión en cierto modo también tiene que ver con el enfrentamiento entre aquéllos que utilizan herramientas teóricas, categorías y conceptos más ligados a la energía, que es una categoría desplegable en términos cuantitativos; y aquellos que utilizan conceptos más ligados a la información.

Hacia fines del siglo XVIII, emerge en una forma casi explosiva un nuevo campo de la ciencia, la Química, que se consolida durante el siglo XIX, vinculándose de una manera muy rápida, mucho más rápida de lo que lo que lo había hecho la Física, a los procesos productivos. La emergencia de la Química como ciencia está intrínsecamente ligada a la Revolución Industrial que se produce en aquella época. Así, mientras la emergencia de las Ciencias Fisicomatemáticas había tenido que ver con la discusión general sobre la visión del mundo, la emergencia de la Química está relacionada con los cambios en los procesos productivos dominantes en aquel momento, y con los procesos económicos y sociales ligados a estos nuevos fenómenos productivos.

Hacia fines del siglo XVIII se comienzan también a sentar las bases de la Biología en sentido moderno, en cuyo paradigma ocupa un lugar central la categoría de evolución, que más tarde sería tomada prestada por la Ciencias Sociales y, en particular, por la Antropología. Uno de los primeros modelos evolucionistas fue formulado Lamarck (1809), quien de este modo comienza a completar la revolución copernicana. Ya no sólo la tierra ha dejado de ser el centro del Universo, sino que el ser humano deja de ser un ser excepcional, aislado del conjunto de los otros seres, empezando a aparecer en la concepción científica como el producto terminal del conjunto de la evolución biológica. La consolidación del paradigma evolucionista en Biología se produce hacia mediados del siglo XIX con Darwin (1859), quien desarrolla el modelo teórico de evolución biológica por selección natural de los organismos mejor dotados para responder a las presiones ambientales.

Es interesante que prestemos atención a este paradigma fundacional de la Biología, porque ha tenido una importancia crucial en el desarrollo de las ideas en ciencias sociales. Según el modelo darwiniano, la gran diversidad de fenómenos y de estructuras vivas se explica a través de un proceso general de evolución, que lleva de las formas más simples a las más complejas. El mecanismo fundamental para explicar el funcionamiento de ese gran proceso evolutivo es la competencia entre formas estructuralmente próximas a través del éxito reproductivo, es decir, de la capacidad para sobrevivir y dejar descendencia hacia el futuro. Advierto que estoy simplificando enormemente, ya que en los modelos neodarwinistas contemporáneos, la evolución es explicada como un proceso mucho más complejo, pero la esencia del modelo es esa.

Entre la época de Lamarck, a fines del siglo XVIII, y la de Darwin a mediados del siglo XIX, emergen las ciencias sociales, cuya figura fundacional puede ser considerada Comte quien, por otro lado, acuña la palabra Sociología (1830-1842, 1851-1854). Su modelo explicativo acerca de la realidad social también es evolucionista y plantea que las sociedades humanas han pasado por varios estadios, cada vez más complejos y más perfectos (Comte 1822, 1830-1842). En este modelo, el estadio más complejo y más perfecto era el estadio positivo, al cual había llegado solamente la sociedad europea contemporánea. Unos años después, creando aparentemente un antiparadigma al de Comte, pero dentro del mismo marco paradigmático general, aparece un conjunto de pensadores sociales, entre los cuales están los socialistas utópicos, como Owen, Saint Simon y Fourier y los que se llamaron a sí mismos socialistas científicos, Marx (1859, 1867) y Engels ( ). Ellos, aceptando el núcleo evolucionista del paradigma fundacional de las ciencias sociales, van a sostener que su planteo es incompleto, porque todavía las sociedades humanas no habían llegado a su grado máximo de perfección. En el esquema evolutivo de Comte faltaba, para los socialistas, un estadio posterior: la sociedad futura, la sociedad socialista, que debía completar el proceso de devenir y de evolución social.

Este bosquejo histórico, algo simplificado, muestra la sucesiva emergencia de disciplinas, con sus respectivos recortes de objetos y constitución de paradigmas, a lo largo de la historia de la ciencia de la civilización occidental. Si bien esta secuencia aparenta una gran lógica interna -en la cual se van recortando sucesivamente los objetos físicos, químicos, bióticos, humanos-, vinculada a un paradigma evolutivo global, en ella aparece una profunda contradicción. Por un lado, al comienzo del desarrollo científico, la revolución copernicana descentra a la humanidad al descentrar al planeta Tierra y sacarlo de su posición privilegiada en la cosmovisión dominante. Pero por otro lado, a medida que van surgiendo las nuevas ciencias cada vez más cercanas a la problemática de la humanidad, ésta vuelve a aparecer centralizada, aunque de otra manera. Se convierte al ser humano, y especialmente al ligado a las instituciones dominantes de la moderna civilización, en el producto más perfecto de la evolución. Y cuando, como lo plantean los socialistas y marxistas, no es lo más perfecto, se lo hace un poco perfectible todavía, pero por un proceso en el interior de este núcleo dominante de la civilización occidental.

Ahora bien, ¿cuál era el objeto propio de las ciencias sociales, en su conformación original, en la línea del paradigma clásico?. Este objeto privilegiado de las ciencias sociales es, en sus orígenes, nuestra propia sociedad. Cuando Comte explica la evolución social, se centra en el estado actual de las sociedades dominantes en el mundo, tal cual él las estaba percibiendo en aquella época. Cuando Marx y Engels plantean una posición alternativista, un antiparadigma ante la versión más oficial y conservadora del paradigma científico social, van a decir que el proceso social se explica por la confrontación entre las dos clases fundamentales de la sociedad moderna, que son los burgueses y los proletarios, es decir, entre los propietarios de los medios de producción y aquéllos cuya única propiedad es su fuerza de trabajo que deben vender a los burgueses para sobrevivir. Pero tanto Comte como Marx y Engels formulan sus modelos utilizando como punto de partida a la sociedad europea de su época. En ese contexto, tuvieron escasa relevancia los trabajos de los primeros antropólogos, con poca penetración en el pensamiento social de su época, académico y no académico, salvo como fuente de objetos exóticos para consumo literario. La única excepción fue el uso fuertemente sesgado por parte de Engels ( ) [M2] del material de Morgan (1877) como fuente empírica para la aplicación del modelo marxista de evolución de modos de producción al análisis del origen y desarrollo de la familia y el Estado.

Sin embargo, ya en el planteo de Marx aparecen dos problemas. En primer lugar, que en la misma sociedad europea hay sectores que, desde su punto de vista, son más atrasados: los campesinos, con una actividad básicamente agrícola no ligada a la industria y no estructurada en relaciones de producción capitalista. Y, en segundo lugar, la existencia, afuera de las sociedades occidentales, de sociedades que su modelo considera inferiores y que deben ser evolucionadas por la atracción de Occidente. Así, cuando Marx habla de la situación colonial, refiriéndose específicamente a la India -él residía y producía ciencia en Londres y la India era una colonia británica‑, dice que el proceso colonial es bueno para la India. Todos en aquella época veían al colonialismo como algo bueno, porque lleva al progreso.

En ese momento, también comienza a emerger la antropología sociocultural, que se empieza a interesar por las sociedades que, desde su punto de vista, están afuera de Occidente. Este ubicar afuera de Occidente a ciertas sociedades formó parte del discurso clásico de las ciencias sociales, que coincidía con el discurso socialmente dominante desde aquella época: existe un conjunto de sociedades no occidentales que están afuera de y se definen por contraste con Occidente. Tomemos un ejemplo clásico en antropología: los iroqueses que vivían en el nordeste de los EEUU, cerca de New York, y cuyo sistema sociocultural fue una de las principales bases empíricas utilizadas por Morgan (1877) para formular uno de los primeros modelos socioantropológicos científicos y modernos. Los iroqueses fueron analizados por Morgan como un grupo representativo del estadio bárbaro de la evolución: es decir, no sólo estaban afuera de Occidente, sino también antes y atrás. Sin embargo, ya en ese momento, los iroqueses estaban completamente adentro de la civilización occidental, y de una sociedad que estaba preparándose para intentar tomar el control de la sociedad compleja mundial contemporánea. Es decir, ya en sus orígenes, tenemos que la antropología sociocultural despliega un discurso que pone afuera lo que ya no estaba afuera; y lo hace por motivos aparentemente científicos, o sea, por la necesidad de recortar su objeto de estudio y diferenciarlo del de las otras ciencias sociales. Es decir, por la necesidad de establecer una comunidad académica, una tradición disciplinaria y un espacio de poder.

¿Qué tipos de entidades, qué clase de cosas han venido estudiando los antropólogos sociales y culturales?. Dije anteriormente que el primer foco de atención de esta emergente disciplina, fueron los llamados primitivos. Como ha sido ampliamente discutido a partir de los 1960s, ya la misma palabra encierra una valoración con respecto al objeto. Primitivo es inferior, más bajo en la escala evolutiva: anterior a nosotros. En este primer recorte, el objeto está colocado afuera de nosotros, pero también abajo, antes, y detrás de nosotros, que estamos en el centro, arriba, adelante y después. Nosotros somos los antropólogos, que asumimos la pertenencia cultural al núcleo de instituciones dominantes de la Civilización. Entonces, cuando los antropólogos adoptamos una visión sobre la historia de la disciplina, paralelamente a lo que hacen otras ciencias, solemos ubicar nuestros orígenes mítico/históricos en la Grecia clásica. Y las historias de la antropología suelen empezar con Heródoto, que tiene una serie de escritos sobre lo que los griegos llamaban bárbaros, una palabra del griego clásico que se puede traducir como extranjero.

Pero bárbaro no quiere decir exactamente lo que nosotros, ciudadanos de la civilización contemporánea y con un discurso humanista, queremos decir con el término extranjero. Sin embargo, la palabra extranjero en nuestro discurso contemporáneo asume su pleno sentido de bárbaro cuando en la práctica social deviene en un trato real con el extranjero; es decir, cuando hay que explotarlo, dominarlo, humillarlo, vencerlo, despojarlo de sus posesiones, matar o mutilar a las poblaciones civiles, violar a las mujeres, destruir ciudades como Hiroshima o Bagdad, y así sucesivamente. Entonces, la noción de extranjero se identifica con la noción de bárbaro para poder llevar adelante todas estas acciones. Bárbaro es aquella persona a la que se le puede hacer todas esas cosas. Es un ser humano, pero inferior y obstaculizador del progreso, como lo planteaba en el siglo pasado Sarmiento, uno de los padres fundadores de la nacionalidad argentina, en uno de sus libros más famosos, Civilización y Barbarie (Sarmiento ), [M4] en donde los bárbaros eran los habitantes del país que pensaban y se comportaban de una manera diferente a lo que quería Sarmiento.

Para Sarmiento, los bárbaros eran parte de nosotros, pero no una parte glorificada como en el caso de la visión que un civilizado jujeño me presentó de los Coya (Cap. I), sino algo que había que sustituir para progresar. "No ahorre sangre de gaucho", decía, siendo Presidente de la Argentina, en una carta a un jefe militar, justificando su recomendación en la barbarie de los gauchos y en la necesidad de cambiar la sangre de los habitantes del país. Esta era la ideología dominante en los sectores que formaron el Estado‑Nación argentino en el siglo pasado. La Constitución Nacional de la Argentina, escrita en la misma época en que actuó Sarmiento, dice en su preámbulo haber sido establecida "... para nosotros, para nuestra posteridad y para todos los hombres del mundo que quieran habitar el suelo argentino..."; Pero en uno de sus artículos afirma taxativamente que el Gobierno debe estimular la inmigración europea, y no la de "todos los hombres del mundo que quieran habitar el suelo argentino".

La antropología sociocultural, siguiendo el paradigma fundacional de las ciencias sociales, también formuló un modelo evolucionista clásico que, con algunas variantes, postula una secuencia donde están ubicados los salvajes, los bárbaros y finalmente la civilización, una de cuyas expresiones más completas fue producida por Morgan (1877). Los salvajes coinciden en parte con lo que actualmente se denomina cazadores‑recolectores; los bárbaros son los primitivos que ya han accedido a la agricultura y al manejo de animales, han pasado por la revolución neolítica y saben producir alimentos en vez de extraerlos de la naturaleza; la civilización es el tipo moderno de sociedad, caracterizado por la producción industrial. Una de las bases principales sobre el que se asentaba este modelo era el de la supuesta superioridad técnica de cada tipo de sistema productivo sobre el precedente, un supuesto actualmente insostenible: no existe un criterio claro según el cual las tecnologías de los grupos cazadores actuales pueda ser considerada más imperfecta ‑o incluso primitiva‑ que la tecnología de grupos agricultores. Como tampoco resiste al análisis de los datos hoy disponibles, plantear que una tecnología industrial es necesariamente superior a una tecnología agrícola o cazadora‑recolectora.

Volvamos a los primitivos, ese primer objeto de la antropología sociocultural. Los antropólogos europeos y norteamericanos del siglo pasado y de gran parte del nuestro encontraban a los primitivos, a la evidencia empírica que permitía construir su teoría, principalmente en las zonas que todavía sólo estaban dominados política y económicamente por EEUU y las naciones europeas en forma incipiente. Pero no se hacía trabajos de investigación sobre grupos que estuvieran fuera del control político, económico e ideológico de las naciones civilizadas, porque sus territorios estaban alejados de las rutas y eran prácticamente inaccesibles. Para llegar a un grupo etnográfico es necesario por lo menos un enclave comercial próximo. Un buen ejemplo es la situación de las Islas Trobriand, donde trabajó Malinowski (1922). En ellas había un enclave comercial para controlar las compras de perlas, donde se instalaban misioneros, con casas medianamente confortables, a donde un antropólogo podía llegar e instalarse cuando se cansaba de la romántica vida entre los indígenas... y de la falta de comodidades. En realidad, los primitivos con los cuales ha trabajado la antropología han sido casi exclusivamente gente instalada ya en el interior de las fronteras de la moderna sociedad compleja. Gente que ya estaba integrada o en proceso de integrarse a la sociedad compleja, de subordinarse a las instituciones dominantes: a las empresas, al Estado, a las grandes religiones.

Pero no se trata de procesos unidimensionales de subordinación. A lo largo de la historia, este grupo de tres grandes tipos de instituciones dominantes, empresa, estado, iglesia, han incluido siempre personajes que se han opuesto de una manera u otra a las peores características de la subordinación cultural. Por ejemplo, dentro de la historia de la Iglesia en América, junto con las ideologías que justificaban mas crudamente la opresión, hubo figuras como Fray Bartolomé de las Casas y Montesinos, que se opusieron vigorosamente a los peores aspectos de la dominación colonial. Son menos conocidos los casos, pero algo análogo ha sucedido con los fenómenos de dominación política: ha habido funcionarios coloniales que defendieron a los indios, junto con funcionarios que eran aliados y que estaban directamente comprometidos en el proceso de explotación colonial, de genocidio y etnocidio ‑o sea, la eliminación de formas culturales a través de prácticas que no necesariamente implicaban la eliminación física de sus portadores-. Desde el punto de vista socioantropológico, es necesario distinguir claramente a las instituciones con su discurso, su ideología subyacente y su práctica, de las prácticas de los seres humanos que las integran, porque ellos pueden formar parte de comunidades enfrentadas con esa cultura institucional.

Sigamos con los primitivos. Cuando un etnógrafo argentino contemporáneo estudia a los grupos primitivos del Gran Chaco, no está estudiando gente aislada de la sociedad mayor, está estudiando a grupos que, aunque a veces conservan su lengua original o una parte de ella y son capaces de trasmitirnos relatos míticos que suponemos se originan en la época en que estos grupos no estaban integrados a sociedades mayores, de hecho estamos trabajando con grupos ya muy integrados a las sociedades nacionales -y al mundo supranacional-. A veces son pequeñas reducciones misionales, instaladas en el campo o en la periferia de ciudades, otras son aldeas cuyos miembros son atraídos para el trabajo en obrajes en agricultura tropical, o en el empleo doméstico. Toda esta gente está funcionando como mano de obra relativamente barata para las necesidades de la economía empresarial contemporánea. En un informe escrito hace unos setenta años por Bialet Massé, inspector del Ministerio de Trabajo, se relata como, en las postrimerías de la conquista militar del Chaco, que comenzó en 1891 pero concluyó definitivamente recién en 1940, algunos oficiales del Ejército argentino recibían correspondencia de empresarios en donde les pedían que reclutaran indígenas para mano de obra (Rutledge 1987).

En la zona donde yo hice trabajo de campo, la mayoría de sus habitantes, los Coya, son indudablemente indígenas. Aun cuando su lengua nativa ha sido en gran parte eliminada y muchos de sus restantes rasgos culturales transformados, han persistido los principales núcleos socioculturales tecnoeconómicos, ideológicos y, en menor medida, de organización social. Pero la integración de estos grupos en el interior de sistemas sociales mayores y más complejos se produjo desde tiempos relativamente tempranos, todavía anteriores a la conquista de su territorio por parte de los invasores españoles. En efecto, los territorios andinos del noroeste de Argentino habían sido uno de los objetivos de las últimas fases de expansión del Imperio Incaico, el Tawantinsuyo, del cual formaban parte a la llegada de los conquistadores españoles.

El segundo componente que entró en el recorte del objeto de la antropología sociocultural fueron los campesinos. Aquí sí es claro en el discurso antropológico clásico que la sociedad campesina no es autónoma, sino que sus estructuras internas están en gran parte condicionadas por la posición que ese sistema local tiene dentro de la sociedad mayor y las articulaciones que mantiene con sus instituciones dominantes. Una de las definiciones teóricas más claras sobre los campesinos es la de Eric Wolf (1966), según la cual el rasgo demarcatorio principal entre las sociedades campesinas y otros tipos de sociedad consiste en que una parte de la producción campesina, el fondo de renta, es apropiado por un sector externo y dominador: el Estado, la Iglesia, propietarios o empresas privadas. Esa renta puede ser en trabajo, como en la época feudal, en especie, como ha sucedido repetidas veces en la historia de América desde antes de la llegada de los españoles, o en dinero, como en el arriendo que es una de las formas típicas contemporáneas de la relación de subordinación económica de los campesinos. Es importante mencionar que un campesino no es necesariamente una persona que depende exclusivamente de su producción doméstica en el campo para su subsistencia. Como ha señalado Shanin ( ), el campesinado puede estar transfiriendo renta a los sectores dominantes a través de un trabajo en fábricas, minas, empleo doméstico, que es parcialmente subsidiado a través de la producción del grupo familiar en el campo o asegurado en el sentido de que en caso de retracción económica de la actividad capitalista, el campesino puede volver a su lugar de origen. Meillassoux ( ) ha analizado con cierto detalle estos procesos en términos de reproducción campesina de la mano de obra para la empresa capitalista.

Utilizando estos criterios de demarcación principalmente económicos, los Coya pueden ser considerados como campesinos. Los mecanismos de vinculación del campesinado andino argentino con empresas capitalistas, especialmente los complejos agroindustriales de plantación de caña y fabricación de azúcar, han sido detalladamente analizados en le obra de Rutledge (1987).

Pero el campesino está también ligado a las instituciones dominantes en la esfera ideológica. Recibe constantemente influencias dirigidas por las instituciones dominantes a través de las misiones religiosas, de la escuela, de los medios masivos de comunicación; a través de los procesos conformadores de ideas generales ‑como las modas‑; y a través de vinculaciones ideológicas más específicas, como la medicalización de la atención de la salud. El campesino está recibiendo continuamente un bombardeo informático que le dice que su cultura quizás sea buena, pero lo que viene desde afuera y desde el "centro" es mejor. Así, los campesinos Coya tendían a considerar hasta hace unos diez añosque un techo de chapas de zinc es mejor que un techo de barro, una frazada producida en una fábrica mejor que una artesanal, un paquete de fideos para hacer comida mejor que el cultivo nativo. Si bien la subordinación ideológica ha sido menos estudiada que la económica, la antropología ha asumido corrientemente que los campesinos constituyen sistemas socioculturales diferenciados, pero incluidos y subordinados, dentro de la sociedad mayor: una subordinación que se expresa en los planos económico, sociopolítico e ideológico.

Hay finalmente, un tercer grupo de entidades que se han constituido en objeto de la antropología sociocultural. A éstos se los ha llamado frecuentemente minorías urbanas; y se las sigue llamando así, aunque sean mayorías, como en el caso de los pobladores de origen campesino de grandes ciudades andinas como Cochabamba (Calderón y Rivera 1984) o La Paz (Albó 1981‑1982). Se los ha llamado también marginales urbanos, aunque, ejemplificando nuevamente con el caso de Bolivia y en gran parte del Perú, conforman estructuras centrales en los procesos sociales, políticos y económicos de sus sociedades. Por ejemplo, en el año 1952 se produjo la eclosión de un proceso político masivo en Bolivia, el MNR, Movimiento Nacionalista Revolucionario, que generó una importante transformación en las estructuras socioeconómicas y políticas: ese movimiento político tuvo como motor social a las luchas campesinas, a los migrantes campesinos a las ciudades y a los trabajadores campesinos en las minas. En la Argentina, los migrantes campesinos a las ciudades, los "cabecitas negras" (Ratier 1971a), habían sido casi una década antes los protagonistas principales de las movilizaciones políticas populares expresadas a través de la emergencia del peronismo.

Expresiones como marginales o minorías urbanas, propias de la tradición analítica de las ciencias sociales, u otras propias del discurso social más general, como "negros", "cabecitas negras", "hispanos", "ghettos", o "aluvión zoológico" ‑una expresión corriente en los diarios argentinos de 1945 para referirse a los "cabecitas negras" que protagonizaban las movilizaciones políticas peronistas‑, ayudan a comprender, si analizamos los discursos científico‑sociales, el sentido de la práctica antropológica en relación con estos grupos que aparecen como una nueva parte del objeto de la antropología sociocultural. Son grupos que no sólo son muchas veces mayoritarios, sino que están en el centro de muchos procesos sociales, políticos y económicos. Casos como el de Cochabamba (Calderón y Rivera 1984), donde sin la presencia de sus campesinos (que ocupan gran parte del lugar de los marginales urbanos) no sería posible la subsistencia de la ciudad, cuyo mercado de aprovisionamiento es casi completamente manejado por los campesinos, ponen en evidencia claramente algo que ya había insinuado al hablar de los primitivos. La antropología construye como extraño lo que es propio, y, junto con las otras ciencias sociales, pone en la periferia lo que está en el centro, compitiendo con las formas dominantes de organización social y política, de producción y distribución de bienes, incluido el conocimiento.

Estos ejemplos muestran también que la diferenciación tajante entre sistemas socioculturales urbanos y sistemas socioculturales rurales no es tan pertinente. Esto es muy claro en casos donde, como el de las ferias campesinas urbanas, son los campesinos con sus propias estructuras socioeconómicas, muchas veces étnicas, los que se instalan en las ciudades, como fue descripto para Cochabamba en Bolivia por Calderón y Rivera (1984) y por Swetnam (1981) para Antigua en Guatemala: en esos casos, no se puede separar con ninguna línea demarcatoria neta a las estructuras y procesos urbanos de los campesinos e incluso de los indígenas. Esta falta de pertinencia de la diferenciación entre sistemas socioculturales urbanos y rurales también aparece evidente en casos donde los campesinos se trasladan de la zona campesina a otras zonas no urbanas. Porque aun cuando un campesino vaya a un pequeño poblado minero que no puede ser definido como ciudad, es desde las ciudades donde se organiza la producción minera. Aun cuando campesinos como los descriptos por Foster (1967) en Tzintzuntzan, que representan un patrón cultural extendido por prácticamente todo México y el norte de Guatemala, se trasladan como braceros estacionales al sur de EEUU para trabajar en cosechas estacionales, dentro de fincas agrícolas, son las empresas con sede en las ciudades las que están organizando el sistema económico mayor. Lo mismo pasa con los flujos informáticos: los programas de radio y televisión se hacen desde las ciudades, muchas veces -especialmente en el caso de la televisión- desde las capitales nacionales y, muchas veces, provienen de grandes centros transnacionales. Los contenidos de los planes de educación y los libros de texto también son producidos en las ciudades, con fuerte predominio de las capitales nacionales.

Los campesinos indígenas Coya con los cuales yo trabajé durante años constituyen también un ejemplo de campesinos/indígenas cuyo sistema sociocultural no puede ser considerado exclusivamente rural. De hecho, su economía, sus lazos sociales y sus sistemas simbólicos forman redes donde diferentes ámbitos rurales y urbanos aparecen entrelazados. En un trabajo donde se volcaron datos obtenidos desde 1977, junto con Merlino y González analizamos las complejas articulaciones que los Coya del noroeste argentino implementan en el terreno económico, en un espacio que incluye áreas del sudoeste de Bolivia y el norte de Chile, así como zonas rurales y urbanas de la región andina, de su pedemonte selvático oriental, y hasta de ciudades y regiones tan alejadas como Buenos Aires y la Patagonia (Rabey et al 1986). En su trabajo de conjunto realizado sobre Chukiyawu, "la cara aymara de La Paz", Xavier Albó (1981-1982) pone en evidencia cómo la estrategia de los habitantes aymara del altiplano norboliviano ha sido uno de los factores centrales en la conformación histórica de la ciudad de La Paz, cuyo nombre aymara es Chuquiyawu o Chuquiago.

Hasta aquí, he presentado un panorama general del recorte del objeto que ha venido practicando el estilo clásico de la antropología social y cultural, definiendo así sucesivamente distintos tipos de sistemas socioculturales. También mencioné algunos de los problemas que han surgido en relación con este recorte, tomando como ejemplo mi trabajo de campo entre los coyas y otras etnografías. Quiero regresar ahora a la noción de sistema sociocultural. La antropología social y cultural trabaja con dos niveles de organización de los sistemas socioculturales: en primer lugar, el nivel de la sociedad compleja mayor, que está constituida por un núcleo de instituciones superordinadas[1] y un conjunto de sistemas locales; en segundo lugar, el nivel de los sistemas socioculturales locales, cada uno de los cuales está constituido por una población o sociedad y un conjunto de normas ‑la cultura‑ que son aceptadas en común por los miembros de esta sociedad, estando ambas en relación con un sistema natural determinado ‑un territorio‑. Un sistema sociocultural local también puede tener sistemas menores en su interior, cada uno de los cuales también puede estar subdividido en sistemas más locales. Por ejemplo, los campesinos de los Andes Centrales -entre los cuales se encuentran los Coya del noroeste argentino-, están organizados en dos grandes tipos de sistemas socioculturales, los pastores de puna y los agricultores de valles, que a su vez están distribuidos en múltiples unidades locales, muchas veces aldeanas .

[1] Las instituciones superordinadas incluyen al Estado, las Iglesias, las empresas, los sindicatos y, en general a todas las formaciones institucionales capaces de imponer reglas de juego a grandes conjuntos sociales.

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El menor de los cuatro hijos de Benito Rabey y Dora Loyber, nací el 2 de abril de 1949. Trabajé desde los 16 años: asistente en un estudio jurídico (1966-1967), gerente de un grupo de industrias culturales –Manal, Mandioca, Mano Editora, Mambo Show- (1968-1970); artesano (1971-1972). Estudié Antropología en la Universidad de Buenos Aires (1972-1976); he sido docente e investigador universitario -desde ayudante de segunda hasta profesor titular, en diversas Universidades de Argentina y del extranjero, profesor de cursos de postgrado sobre ecología humana, evolución, multiculturalismo y estudios latinoamericanos, investigador científico , consultor en proyectos de organizaciones internacionales, nacionales, empresariales y sin fines de lucro. Formación Postdoctoral: Universidad de Texas en Austin - Comisión Fulbright (1990). Padre de cinco hijos: Pablo (34), Eva (32), Adriana (28), Lucía (26) y Nahuel (12).